Todo estaba dispuesto para la fiesta. Me encontraba en la mejor forma posible, arreglado, desprendiendo un agradable aroma y con unas ganas locas por demostrar que era el mejor, el más elegante y atractivo.

Al entrar en la sala todas las miradas, una tras otra, se dirigieron hacia mí. Había triunfado. Unos comentaban mi hermoso aspecto; el suave tacto de mi piel tras las pasadas vacaciones; la perfecta combinación de mi modelo. Todos me alababan. Habían hecho un buen trabajo conmigo.

Tras las agotadoras horas de la fiesta, de mi triunfo, vendría lo mejor: el baño matutino. Con él desaparecerían los últimos efluvios que me impregnaban, efluvios a sudor, tabaco y del ambiente cargado de la sala de fiestas que se habían adherido a mi cuerpo como una lapa.

El baño era el momento más apreciado, el más deseado. Ya que introducirse en aquel agua rebosante de espuma, y de productos para mantenerme limpio y saludable, era como sentirse nuevo, recuperar el aspecto juvenil y saludable de mi primer día de vida en la calle, en la ciudad.

Después del tonificante baño, a su vez relajante y refrescante como necesario e imprescindible, llegaba otro momento de los más agradables, el secado. Mi predilección era secarme al aire; mostrarme tal como era a la brisa de la tarde, o del amanecer, en la terraza de la casa. Contemplar el verde paisaje del bosque circundante, roto por el ocre de las montañas cercanas, me hacía perder la noción del tiempo, y bastantes veces me perdí alguna reunión importante, o alguna cita de amor por admirar, desnudo desde la terraza, las hermosas vistas que me ofrecía el paisaje que me rodeaba.

Tras el secado, llegaba uno de los momentos más odiado, aunque sabía que era a la vez el más necesario para que en la próxima cita, Ana me mirara con ojos de pasión y deseo. Pero a pesar de haberlo sufrido ya varias veces, todavía no me había acostumbrado al calor húmedo de la plancha de vapor. Pues un polo como yo, sufre mucho y no nos agrada nada el calor, temo que me quemen.