RUIDO

El tren marcha con ritmo lento y monótono por la estepa manchega. La tarde acaba de nacer, y el sol calienta el destartalado vagón de segunda, ya casi convertido en una sauna. El único pasajero del compartimento dormita a pesar del traqueteo del vagón y de la estridente armonía de la marcha del tren.

El viajero recuerda algunos años atrás una tarde muy parecida, cuando en un tren igual de destartalado, y con un billete pagado por el estado, le conducía hacia una nueva forma de vida: la mili.

Era la primera vez que abandonaba su pueblo; aquellas cuatro casas perdidas en medio de ninguna parte, donde el futuro era sobrevivir al calor del verano y a las heladas invernales. Y la diversión, intentar extraer algo de provecho de aquellas enormes estepas yermas. Era la primera vez y la última; pues no pensaba regresar jamás.

El cambio del monótono traqueteo de la marcha le despertó de sus ensoñaciones y recuerdos. Y con un inaudible “coño” se lamentó de haber fracasado en sus planes.

El cambio de ritmo marcaba el final de aquel viaje. La repentina muerte de sus padres en un accidente de tráfico le había obligado a regresar. Ya habían pasado más de tres meses de aquel fatal accidente. El tiempo que había tardado el abogado en encontrar su paradero.

La casa familiar parecía más destartalada y casi ruinosa desde aquella última vez que la contempló. Al recordaba más blanca, con un parral en la puerta y flores en los balcones y ventanas. Al entrar se dio cuenta que en el interior el tiempo se había detenido, y todo estaba igual que el día que él se marchó: los mismos esconchones en las encaladas paredes, el mismo aroma a ropa recién lavada y a pan recién cocinado.

¿Eso era así, o quizás su imaginación y recuerdos le hacían imaginarlo?

No quería quedarse a dormir allí, pero no tenía más remedio. En un pueblo como aquel, cuatro casas mal contadas, no había ni hostal ni fonda.

Al llegar la hora se dirigió a su antigua habitación como un autómata. La cama estaba preparada. Se despojo de su ropa y se tumbó sobre la cama, al hacerlo, poco a poco, se fue hundiendo en el confortable colchón de lana.

A pesar del cansancio, no fue capaz de conciliar el sueño, quizás recordando los años vividos entre aquellas cuatro inmaculadas paredes que fueron su hogar, su “cárcel”.

En el duermevela de la madrugada empezó a imaginarse, y a sentir a las criaturas que tienen la noche como vida. Y un rumor de ruidos le fue golpeando como un bombo sus tímpanos.

Cada vez que se removía en la cama, los muelles del somier y la madera del cabecero crujían con un chirrido estridente.

La angustia ante el nítido zumbido del diminuto mosquito, que presagiaba una picadura, era insoportable. No recordaba nada tan inhumano en sus últimos años. Poco a poco y ante el zumbido, fue tapándose con la sábana, a pesar del calor, casi bochorno que hacía en la habitación.

Tras unos breves segundos de silencio sepulcral, el ruido de un mordisqueo le sobresaltó, el estruendo de la carcoma en el viejo armario ropero llenaba la habitación, retumbando en sus débiles y sensibles oídos.

A éste, y en un nivel superior de decibelios, se unieron los pasitos y carreras en el techo sobre su cabeza. Las ratas del doblao parecían haberse reunido en asamblea para comentar la inesperada intromisión en sus dominios, que venía a turbar sus libres correrías por las habitaciones de la casa.

Esto no lo pudo soportar. Y, furioso, se levantó de la cama de un salto, se calzó sus zapatillas, y cogiendo una manta salió al patio. Recordaba vagamente haber visto una mercedora cuando recorrió todo la casa aquella tarde. Allí –pensó- estaría más fresco y no le molestarían esos ruidos de la vida nocturna de la casa deshabitada.

Se sentó en la mercedora, y contemplando la noche estrellada le inundó un deseo de quedarse, de abandonar su vida de ciudad y volver a su hogar.

La noche le envolvió con suave susurro de silencio, solo roto por el canto del búho o la lechuza (no sabía diferenciarlos) que habitaba en el cercano campanario de la iglesia, y por el rumor que la brisa traía del roce de las ramas de los sauces y robles que crecían en la orilla del riachuelo.

¡Qué música más armoniosa tiene la noche! – Pensó- para soltar al momento un inaudible taco, cuando el ruido ensordecedor de la campana del reloj del ayuntamiento anunció que eran las cuatro de la mañana.