EL SALTO

El zumbido del televisor llenaba el silencio de la habitación. Unos acuosos ojos avellana, sobre la iluminada pantalla, se recrean en la imagen. La pantalla llena de brillo y colores ilumina la mortecina oscuridad del cuarto. El viejo, postrado en la cama del hospital, contempla con atención el televisor.

El color de la tarde y la humedad daban una sensación de calor al ambiente. Los treinta grados a la sombra se notaban. Pero a ella no la importaba nada de esto. Dentro de unos minutos se sentiría más fresca en el agua. Sonó la bocina, y con movimientos felinos se encaminó hacía la escalerilla. Casi parecía ansiosa por llegar arriba.

El latido de su corazón era cada vez más rápido; la línea del ritmo cardiaco de la maquina iba aumentando de frecuencia. Su respiración era más débil y entrecortada.

Escalón tras escalón subía la escalerilla. Su pulso se aceleraba. El momento no tardaría mucho en llegar. Ya solamente faltaban un par de peldaños y estaría en la plataforma del miedo.

Miedo, quizás pavor, es lo que sentía el anciano al darse cuenta que la arritmia de su corazón se aceleraba. Antes de perder la conciencia pudo pulsar, con sus últimas fuerzas, el timbre de alarma.

El timbre del último aviso retumbo en sus oídos. Sólo faltaban treinta segundos para la gloria, o tal vez, para el desastre. Tranquila; muy concentrada; la mirada fija en algún punto del infinito, en ninguna parte; poco a poco se dirige hacía el final de la plataforma. Al llegar al borde, se para; mira a su alrededor. Todos, diez metros más abajo, la observan.

Las enfermeras de guardia llegan al momento, le rodean, y tras verificar que se trata de un nuevo ataque, se preparan para la reanimarle. Gritos, prisa. El boca a boca no es efectivo. Todos los esfuerzos son inútiles. Todo ha acabado. El anciano, desde su inconsciencia, se da cuenta de todo el ajetreo, pero no siente nada.

Ella, desde la plataforma más alta, contempla la ciudad a sus pies. Nunca ha visto nada tan hermoso en su vida. Faltan diez,… cinco segundos. Se prepara para el salto final.

El pasillo es largo, amplio, más blanco que el reflejo de la luz del Sol sobre las nieves eternas. El anciano viaja, levita hacía el final del túnel.

Un bote, dos, tres y salta. Vuela limpiamente por el cielo de Barcelona con las torres de la Sagrada Familia emergiendo en el fondo. Por un instante, en lo más alto, se detiene, gira sobre sí misma, una, dos, tres veces; y con una velocidad de vértigo cae hacia el azul del incólume agua de la piscina que se asemeja al cielo limpio tras la tormenta en una iluminada tarde de primavera.

Son unos segundos interminables. La caída se hace eterna, viendo como, poco a poco, el agua se acerca. El túnel no acaba, no tiene final. La ansiedad, el ritmo aumenta. El agua cada vez más cerca. El final del túnel se aproxima De pronto todo es blanco. La superficie del agua es rota por la entrada, como una flecha, de Min Gao.

El fina del túnel ha llegado, el corazón ya no late. Las ondas de la línea de las pulsaciones es plana. Ya no late, el final ha llegado. Todo es silencio.

La nadadora, tras unos segundos en el fondo de la piscina, sale a la superficie. El clamor de los aplausos del público es ensordecedor. Es la gloria.

La habitación se queda silenciosa; la pantalla sigue iluminando el cuarto. Unos ojos sin vida se fijan en ella. La chica sonríe, respira. Su espectador, con una sonrisa en los labios, sigue mirando sin ver.

El zumbido del televisor llena el silencio de la habitación. Todo ha terminado.